¿Que hay entre la orilla y el mar?. Esta pregunta dichosa me ha acompañado día y noche, sin despegarse de mí durante los últimos tres años.
Viví junto al mar. Allí construí mi choza a base de clavo y tablón, junto a la orilla, a los pies del mar. Estudié la orilla pedregosa, medí el tamaño y el recorrido de las olas, la salinidad de las aguas y pasé noches en vela arrullado por el mecer de la mar; en Otoño, Primavera, Verano e Invierno. Vi a la luna yacer en las onduladas aguas y al sol de mediodía brillar en las piedras sumergidas.
Cuando creí tener la respuesta acudí a mi maestro. Tratando en vano de ocultar mi febril estado de ánimo le dí la respuesta y él me sonrió. Posó su anciana mano sobre mi cabeza recién afeitada
y sonrió un poco mas, asomando de entre sus ojillos el brillo de un niño travieso.
Sin mediar mas palabras regresé a mi choza junto al mar.
Pasaron varios meses en los que viví en una intensa zozobra personal. Un día decidí rendirme y abandonar toda búsqueda. Decidí caminar a las montañas; recogí mis escasas pertenencias y abandoné la choza dando la espalda al mar. Entonces me llegó, lo sentí. Acudí de nuevo al lugar de mi maestro y saltándome los protocolos, sin disimular mi estado de gozo le dí una respuesta.
El anciano permaneció impasible una eternidad. Después y poco a poco fue sufriendo una transformación. Apareció como un niño sonriente vestido con negros ropajes ceremoniales de dorados botones y con un sombrerito azabache que de un modo extraño me reconocía. Luego y a un lado apareció de nuevo el anciano maestro de pie con sus largas barbas grises como si esa entidad se hubiera desdoblado. También sonreía. Me hallaba desconcertado. Algo en mi sufría un quiebro, un colapso, una fractura conceptual. No se cuanto tiempo duró aquel estado pero tras de él me vi sonriendo, cada vez mas. Los tres reíamos sin motivo, reíamos con los ojos gozosos y esa risa era la misma risa. Un rubí color sangre de pichón refulgió atrapandonos en su seno.
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