jueves, 11 de diciembre de 2008

REVERENDO AVERNO

El reverendo Compton gustaba de cumplir con sus obligaciones dominicales y ver desde el púlpito como el número de fieles descendía de año en año. Las causas no obedecían al ocaso de la doctrina ni a la llegada de una nueva religión rival,como tampoco obedecía a circunstancias relacionadas con la mortandad en la región o al escaso número de nacimientos en el pueblo. Todo se debía a la obra del reverendo y a la falta de redaños por parte de los parroquianos para poner fin a la situación en que el rebaño apostólico se hallaba y denunciar ante las autoridades episcopales la tropelía que el tipo de alzacuellos ocasionaba. Había llegado un buen día sustituyendo al pacífico y ovejuno Padre Damian que había caído fulminado dentro de la tumba a la que daba los últimos sacramentos;dicen que porque los monaguillos habían puesto algo tóxico en el incensario. Llegó con muchas insuflas,cargado de rencór porque una mano aviesa había torcido su destino que no era otro que oficiar en Nueva York o en Boston y ahora se veía condenado a este miserable lugar de paletos y supersticiosos. Secretamente odiaba este lugar,se sentía degradado y tenia decidido hundirlo hasta el infierno y seria él mismo quien llevara el timón de la obra. Años llevaba esperando un cambio de destino pero el tiempo transcurría y cada bautizo al que asistía le recordaba el carácter vitalicio que su puesto parecía tenerle reservado;vivía como un condenado,en ascuas. Pero acabaría con todos ellos,vaya que si. Solo era cuestión de un poco mas de tiempo.Le había salido un grupito de irredentos comandado por un tal Jonas,tras cuyas enormes espaldas se agrupaban unos cobardicas que restaban y que allí se quedaban aferrándose a los bancos de madera como los náufragos se aferran a los maderos en un naufragio. No entendía que diablos hacían allí,esa recua de masoquistas molestos. El reverendo Compton tenía el alma retorcida y la expresión de su rostro evangélico maquillada de beatitud. Su arma favorita era el confesionario. Desde esa cabinita de madera de nogal dominaba el mundo y extraía el jugo miserable de la naturaleza humana con el que se regodeaba de un extraño gozo,semejante al de los cerdos en la porquería. Entonces,cuando le tocaba oficiar,surgía en el púlpito como un terror y abría la caja de Pandora con todos sus vientos maléficos y se liaba a lanzar veladas acusaciones aquí y allá,amenazas directas con nombres y apellidos y promesas de castigos divinos que no tardarían en cumplirse irremediablemente. Señalaba con un dedo acusador a la atemorizada concurrencia y les fulminaba con la mirada;para todo ello se cuidaba de poner por testigo a los santos de las escrituras y relataba trapaceramente versos y versículos que adaptaba a la situación. Muchos de los habituales habían desertado,desaparecido del pueblo e incluso alguno se había lanzado al río reseco desde lo alto del puente abriéndose la crisma como un melón. Pero este Jonas parecía de piedra granítica.Se había erigido en baluarte silencioso de la situación y lo que se sabía de él era que había sido marino en Escandinavia y que encerraba dentro de sí una gran culpa;y era en esa culpa en donde radicaba todo su poder,por ser grande y por no haberla compartido jamás con nadie y ,por supuesto, por no haberla dado en confesión. Ardía en deseos el Padre Compton por conocer los motivos de esa,su,desdicha ya que después el resto sería pan comido y el traslado a una diócesis de mayor entidad estaría a la vuelta de la esquina. Como fuera tenia que salir de este pueblo yermo,desierto de vida intelectual,sin rivales ortodoxos.
Así que ese Domingo de otoño,cuando desde la puerta de la sacristía escudriñó y tan solo contó a doce paisanos sin ver a Jonas entre ellos,un grito de triunfo le salió de su mezquino corazón que resonó en la nave de la iglesia como sí un cuervo se hubiera colado dentro. Un júbilo indescriptible,parecido al éxtasis le sobrevino. No perdió mas tiempo;con una soltura y una ligereza inusitada se encumbró en el púlpito y desde esa posición privilegiada lanzó un huracán por la boca y rayos por las manos extendidas asolando la parroquia en un santiamén.

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