sábado, 13 de diciembre de 2008

EL ZARPAZO

Se hacía llamar "El Zar"y todo el mundo le creía un ruso de las estepas. Se ganaba la vida como mentalista y una bien merecida reputación le precedía. Era un tipo silencioso y enigmático que trabajaba solo y no hacía amigos. Eran numerosas las habladurías que corrían sobre él.
Acostumbraba a dar varias funciones a la semana para que las gentes llegadas de los pueblos tuvieran ocasión de verle actuar. El número de los relojes era el mas esperado porque era inaudito. El Zar pedía a un grupo de voluntarios subidos al escenario que mostraran al público la hora de sus relojes de bolsillo y que los guardaran de nuevo en su sitio; a continuación cerraba los ojos y se concentraba. Cuando consideraba que el grave esfuerzo realizado había dado su fruto los abría de súbito y ordenaba que se mostraran de nuevo. Mientras que mantenía una mano recargada de anillos suspendida en el aire iba, con una voz hipnótica que arrastraba y marcaba considerablemente las "erres", adivinando las nuevas horas en que los relojes se habían posicionado. Los voluntarios sacaban entonces los relojes de los bolsillos de sus chalecos y sus rostros pasmados lo decían todo. Cada reloj marcaba una hora diferente; la que el Zar había predicho. El público aplaudía a rabiar. En su otro número estelar,que era mas conocido pero no menos asombroso los voluntarios escribían en laminas de papel blanco ciertos números en secreto. Ocultos a la vista del mago eran inefablemente acertados.
En la"nochevieja" actuaba para el gobernador. Acudía lo mas granado de la sociedad a su gran casa y una orquesta amenizaba la velada con música adecuada para la ocasión. Los camareros servían la bebida en costosas copas de cristal húngaro y distribuían la exquisita cena en bandejas de plata; mientras que los comensales no dejaban de parlotear,reír y bailar engalanados como para un concurso de moda donde nadie deseaba quedar el último. Había una enorme animación en el salón que se deshizo cuando la orquesta anunció la aparición del Zar, arremolinandose los invitados frente al escenario. La actuación del mentalista era casi mas esperada que las propias campanadas que sucederían a continuación para despedir el año. El Zar emergió de la oscuridad envuelto en un pardo abrigo de pieles y llevando sobre la cabeza una gorra de "Husar". El fuego de unas antorchas iluminaba la escena y revelaba las marcadas facciones del hombre acentuadas por el maquillaje, y la cicatriz que surcaba una de sus mejillas, supuestamente ocasionada por un sablazo, brillaba incandescente al colocarse entre los fuegos. En ese momento era el dueño de la escena. Con sus enigmáticos silencios y una serie de poses un tanto extravagantes; como las de un actor de otra época sacado de una película de cine mudo, tenía al público metido en el bolsillo. Entonces dio comienzo al espectáculo. Primero realizó un número que consistía en acertar las edades de las personas presentes, lo cual fue motivo de chanza y cierto sonrojo para algunos de los presentes y después y para grata sorpresa de los invitados sacó al mismísimo gobernador que tuvo que ser animado a subir al escenario. El Zar le propuso lo siguiente: tenía que concentrarse en ocho números que solo él y otra persona conocieran y nadie mas. El gobernador guiñó un ojo a su querida esposa que asintió complacida a la señal y luego los cerró concentrándose en ellos; el Zar hizo lo mismo y ambos mantuvieron un largo duelo observado por los concurrentes de modo reverencial. Pasado un tiempo que parecía eterno se elevó un murmullo sordo en el salón y entonces el Zar por fin abrió sus ojos grises y
con ellos rodeó la sala. Algo le inquietaba. Parecía ahora un lobo de las estepas. Con un movimiento brusco de todo su cuerpo, arrebujandose en sus ropajes saltó desde el escenario a la zona de baile y abriéndose paso entre la gente atónita desapareció como llevado por un diablo por la puerta sin decir un "Ahí te quedas". El murmullo en la sala se convirtió en una sucesión de acusaciones y declaraciones en contra del mentalista. Estaba claro que era un farsante; todo tenía truco; les había timado; era un impostor; lo sabían desde la primera vez que lo vieron. Estas cosas y otras, como que en realidad era un español salido de un sanatorio y que de ruso solo tenía la gorra, o que era un violento asesino en busca y captura, o que incluso era una mujer disfrazada, era lo que se decía ahora. De pronto todos parecían saberle de antemano de otra naturaleza distinta que se había echo evidente hacía unos momentos. Con ello consiguieron transmutar la frustración inicial en un amago de triunfo compartido del que sacaban pecho, como los pavos del gobernador. La orquesta sonó de nuevo con mas ímpetu si cabe ya que la hora de las campanadas que despedían el año se aproximaba; corría el champaña. Los invitados fueron saliendo con los abrigos puestos y las copas en la mano a los amplios balcones y en ellos se agolpaban para ver mejor la torre del campanario cuyo reloj iluminado ya marcaba cuatro minutos para las doce. La música seguía sonando dentro y todos reían alocadamente. Poco a poco, las risas fueron decreciendo. Sucedía algo de lo mas curioso: las agujas del reloj no se movían. El estupor era general. Alguien sacó su reloj de bolsillo y ese acto fue pronto imitado por el resto. Era inaudito; cada reloj marcaba una hora imposible, todas diferentes. Ya no había risas en el aire, ni posibilidad de brindis alguno; especialmente para el gobernador que a la mañana siguiente celebraba la entrada del nuevo año arrodillado con su esposa ante la caja de caudales saqueada sin asomo de haber sido forzada.





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