martes, 6 de enero de 2009

EL AGENTE NARANJA

El agente dio un golpe al tambor de su revolver y este se volvió a posicionar en su lugar con un sonido mecánico y preciso. Se sonrió fatuamente cargado de vanidosa munición. Como el jefe se había ausentado, ahora el que mandaba en la comisaría era él, al menos durante la hora de la cena. A su cargo había quedado un pobre vagabundo detenido por un vigilante del ferrocarril. Se trataba de un inofensivo viejo andrajoso y sin afeitar de los que acostumbran a viajar en los vagones de carga sin un rumbo definido; de los que huyen de la estación de frío y de las estaciones demasiado vigiladas. Esa noche la pasaría en la celda, como era habitual, y al día siguiente caminaría por la carretera a las afueras de el pueblo bajo la atenta mirada del jefe de policía porque así era el procedimiento. Por el momento el vagabundo se encontraba en la oficina cómodamente sentado saboreando una sopa caliente. Sorbía a riesgo de quemarse y de cuando en cuando levantaba la mirada para observar al agente ante él. Aquí se encontraba mas seguro que en los andenes y al menos dormiría caliente; con suerte podría lavarse con algo de comodidad y usar una toalla limpia. Le parecía la comisaría tranquila; de las que apenas encierran a alguien una vez al año por algún escandalo derivado del consumo de alcohol y poco mas: alguna licencia de caza caducada y la consiguiente confiscación de la escopeta. El agente, sentado sobre la mesa,se entretenía en mirarle; apoyaba una pierna en una silla mientras que la otra la balanceaba en el aire apuntando al preso con las botas. Torcía el labio por el lado izquierdo y se imaginaba estar ante un peligrosisimo delincuente. Le retaba con la mirada mientras jugueteaba con el revolver. Se levantó de la mesa y caminó un par de pasos por la estancia hasta colocarse de espaldas al viejo. Ahora que le tenía perdido de vista le oía sorber la sopa. Cuando dejara de escuchar la cuchara golpear el cuenco se giraría y entonces le apuntaría entre las cejas, antes de que semejante asesino se le echara encima a traición. De pronto se hizo el silencio. El agente se figuró unos sigilosos movimientos tras de sí y creyó en una presencia dispuesta a clavarle una acerada cuchara sopera en el pescuezo. Volviose de un salto torpe y patán y encañonó al preso entre las cejas; seguidamente disparó ficticiamente y expreso con onomatopeyas los sonidos: Bang,bang. Dos eran suficientes para fulminar al viejo perro. Al vagabundo, con los ojos como platos y la boca desdentada abierta, le colgaba la sopa por las barbas. Estaba asombrado con el numerito, pero no era miedo lo que tenía. Acto seguido y finalizando su ensoñación acercó el arma a los labios y sopló por la boca del revolver como auyentando el humo de los disparos cuando de repente sonó un gran estruendo a la par que el agente era derribado al suelo por una invisible fuerza. El agente se retorcía y chillaba y se llevaba las manos a la nariz; o a lo que quedaba de ella.

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