martes, 14 de febrero de 2012

BANDIPUR
















Con cierta nostalgia parto hacia Bandipur, una preciosa localidad sin mar a medio camino entre Pokhara y Katmandú. Salgo del bus arrastrando la mochila en un día soleado ante la mirada calma de un grupo de ancianos ociosos. Me hospedo en una coqueta habitación con baño cuya ventana da de lleno a la calle principal. Bandipur resulta ser una pequeña maravilla de arquitectura newarí. A lo largo de su espaciosa y peatonal calle principal discurren las estilosas casas de madera ornamentada, con sus arcadas llenas de tienditas animadas y cafés donde pasar el rato viendo pasar a los paisanos y a los colegiales de uniforme. Redondas colinas verdes sugieren amenas caminatas por las afueras y espectaculares vistas sobre la cordillera nevada de los Himalayas.
Un lugar donde ser feliz unos cuantos días.
Los niños juegan en los lavaderos con el agua, las gallinitas corretean por las calles y los templos. Me tropiezo con una reunión solo de mujeres celebrando en la calle que una se casa. Cantan y bailan y me ofrecen comida.
Para mi sorpresa, por la tarde aparece un tipo con gafas de sol y sonrisa socarrona: se trata de Paul, el anglo sudafricano de los Anapurnas. Se viene a hospedar conmigo en la habitación contigua y charlamos sobre la excursión del próximo día. Cenamos juntos en una bonita terraza con una temperatura agradable. Algo va a suceder al día siguiente...
Un grupo animado de personas vestidas de modo apropiado para un domingo se va reuniendo en la calle principal. Hay cabritos y niños jugueteando por ahí. Le digo a Paul que algo esta a punto de suceder; pienso que es una subasta de animales, pero me informo y un paisano charlador me dice que todos van a ir a un templo sagrado a 2 kilómetros a las afueras. Cambio de plan. La acción nos llama.

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